Esperaba, pretendía, ampliar esta entrada con una imagen. De haberla puesto debería haber sido una obra de Edu López, tal vez un retrato del autor de este texto magnífico. Este es el fin, en definitiva, del gran, mediano, pequeño Arte: conseguir estos momentos de escritura, de lectura. Sé que de este modo mi trabajo ha entrado en la Historia del arte. Reiteradas gracias a Edu López.
Os acerco el texto completo del catálogo de mi última exposición en Bilbao.
Y aquel pijama rosa en pie bajo la lluvia
Pere Gimferrer
Gracias por las flores
En 1920 Kutr Schwitters recorría las calles de Hannover en busca de los objetos que un principio de siglo bombardeado desde muchos frentes iba dejando a un lado como inevitables despojos. Grosz nos cuenta, en su más agria que dulce autobiografía, como un poderoso ambiente de insatisfacción y de zozobra había ido instalándose en una Alemania donde a cada momento se anunciaban cambios y se presentían revoluciones, perdiendose con eso el ritmo que se pretende natural de todas las cosas o, lo que no se sabe bien si es peor, sumándose o riñéndose equilibrios para dejar a la sociedad sumida en un alboroto tan inmenso y rabioso como inevitable. Schwitters recogía muchos de los desechos que la sociedad perdía para mostrarlos luego en otra cosa, con un afán (nos cuenta Grosz) de burla primero, disolviendo las fronteras entre el objeto artístico y el deshecho, entre el sagrado museo y el basurero. Con el tiempo, esta manera de contar entre las bombas, se transformó de grito dadaista en nuevo texto en el libro de la historia del Arte.
Cuando entro en el estudio de Carmelo Camacho y me paro ante el recibimiento que me brindan sus esculturas en proceso de construcción, justo un momento antes de girar sobre la biblioteca, sobre los cuadros que se apilan como tabiques de una arquitectura que se va levantando constantemente, que se clavan a la pared, inundándola, o que toman las puertas, no puedo dejar de recordar al Schwitters que conicí en Berlín, encerrado ya tras el cristal que el museo coloca como guardián de ideas importantes, pero capaz aún de mostrar toda su rabia, triste e incandescente fiera encerrada tras su jaula. Aunque en Carmelo, esta furia de las cosas que se pierden y encuentran nace menos de la insatisfacción que del afán por construir a partir del plantarse ante los objetos que se van descarriando, desgastando a nuestro alrededor más cercano. Humildad del sacacorchos condenado al cajón de las desapariciones, de la palangana que se hartó de contener aguas o aceites o disolventes, del bote sin tapa que espera su destino de vertedero, del trozo de cuerda que hace tiempo perdió toda esperanza de anudarse a nada, de la botella que extravió su nombre de botella, del interruptor que no interrumpe. Y es con todo ese escombro silencioso, como el tipo que cuidadosamente recoge piezas importantes entre los despojos que dejó un obús tras su caída en medio de la casa, con lo que se construye un ente nuevo, un nuevo texto compuesto por fragmentos salvados del desastre, que es recuerdo de las cosas que fueron y otra nueva, renueva, diferente y en donde toda esa cuerda de perdidos y condenados sin aparente remedio vuelve a funcionar para mostrar ahora, no solo el profundo misterio de los objets trouves surrealistas o la rara inteligencia de los Ready Made modificados, si no su extraña alegría de objetos alzados, recuperados del olvido inevitable al que los conducía el trajín de la vida, para ser ahora otra vez letra, párrafo de un texto nuevo y diferente y que no es otro que el que surge desde los márgenes de la memoria del artista.
Ahora bién, este interés por la botánica de los objetos perdidos no nacerá en Carmelo por una suerte de generación espontánea, por el contrario irá inevitablemente unida a un discurso más rico y complejo en donde se tenderán puentes entre la lectura ( y el amor inquebrantable al libro como objeto maravilloso) y el dibujo, entre el dibujo y la letra, la letra y el color, el color y la idea, la idea y su contrario, el arte y la vida, la propia comunicación y sus defectos y aciertos, la amistad fundida en bronce y el discurso perverso, la curiosidad universal y el monstruo que lo confunde todo o que impide que las cosas ocurran como siempre queremos que ocurran. De aquí la fiera de Carmelo Camacho, su furia expresionista e ilustrada que respeta y agrede a un mismo tiempo en cualquier formato y que comienza con la selva hasta llegar al hombre que se transforma en uno de sus propios objetos construidos, en otra de sus herramientas, para acabar inevitablemente en cosa que se fractura y pide, quizá, ser rescatada. Con lo que la cinta imaginaria que hilvana todo este universo concentrado en el estudio se cierra, suturando al hombre perdido junto a su universo, que vuela por los aires.
Parece, de esta manera, que en las obras de Carmelo ha entrado la tormenta, se la ha invitado a pasar, a quedarse como se queda un extraño inquilino, para ver aparecer de este encuentro borrascoso el seguro alboroto que aclarará las cosas tras su paso, pues, así como una vez consumido el temporal suponemos un paisaje más limpio o resuelto por deseado, vamos viendo como de este pupilaje casi increíble nos llegamos a guardar, de entre otras muchas, un par de cosas importantes: el mismo acto de gozar ante la visión que nos lanza el propio remolino donde, como en un fiero baile, danzan las cosas, casi todas las cosas por los aires (dónde se respetan tan sólo los límites que el artista se encarga de marcar), y la esperanza de un seguro esclarecimiento.
Por eso nos impresiona todo ese inventario de existencias que, bien protegidas, Carmelo parece guardar en frascos que destapa para ir dejar saliendo, de una en una, hacia sus obras. Después asoman, entre el aire fiero de la tormenta, luces de todos los días, personajes enfrentados, mobiliarios casi perdidos, flores imposibles, saludos, galería de retratos que, de pura cabeza se van también moviendo en otra cosa, que fueron y ahora son mesa, celosía, espino o martillo o cosa que uno crea, que son cabezas pregunta y respuesta y que ahí plantadas con todo lo que tienen de monstruoso asustan un poco como cabezas radiográficas y paisajes posibles junto a una enciclopedia de colores en lucha, guerreros de cualquier otra cosa que no sea una guerra y que, autónomos, adquieren el estigma de un raro individuo, hombres pues que se disuelven hacia el color, que se van perdiendo poco a poco o ganando al mismo tiempo, gracias a una extraña alquimia impresionante, junto a colores que toman el camino contrario hasta encontrarse todos en la plaza de esta ciudad, inmensa que es cada obra de Carmelo Camacho.
Mientras tanto, otros puentes se tienden como flores del jardín que cultiva Carmelo, pasillos que unen su obra con la de Kandinsky de principios de siglo, con los expresionismos alemanes que después dieron paso a Dada, con lo que ahora entendemos como Arte africano y también con el primer Pollock. Después asoma Rothko, Sam Francis, las esquinas y el humor de Guston o Kline hasta llegar al robusto corazón de Willian De Kooning, al abismo de Mason, a la limpia escatología de Bacon o, más tarde, a su reflejo en los informalistas españoles de mediados del siglo pasado. Pero todo eso importa sólo, si descubrimos su relación con la literatura elegida que va trepando desde su biblioteca y que le inclina también hacia el relato, para aparecer siempre en forma de título que completa las obras coronándolas (en este caso el título, la propia caligrafía del título, es parte de la obra que se ha quedado un poco más allá). Yendo un poco más lejos podría pensarse que buena parte de la naturaleza, en la obra de Carmelo, crece en la biblioteca, de entre los libros, y que todo ese leer selecto hace que se plante delante del trabajo del arte como se plantó el primer hombre, a escribir un texto sin haber inventado aún las palabras, ni las letras, ni nada parecido, temiendo muchas cosas, deseando otras muchas para acabar también, como Carmelo, inevitablente invitando a que pase la tormenta.
Después vendrán las flores, ahí está el gran juego, pero ese es un enigma que cada cuál tendrá que descifrar.
y ...
Lo que sé de mí ... tan sólo.
Toda obra de arte encierra, entre sus recovecos, una biografía secreta y, la más de las veces, confundida. Es muy posible que allí se cuente, a sabiendas o no, la vida de los otros, o la de las cosas, o la de alguna cosa, o la del mundo en parte, o la de todo el mundo o, gracias a una suerte de metafísica (prevista algunas veces otras no tanto), la vida de la propia vida como cosa abstracta, inmensa, precipitada de todo, inevitable. Quizá este contar las cosas construyendo otras nuevas (complicando y recomplicando el proceso de organización y presentación de lo contado así cambien los tiempos y, con ellos, los artistas) esconda entre los pliegues de su fundamento una suerte de querencia biográfica de la que nadie puede escapar y que se enreda casi siempre entre la niebla espesa que, por fuerza, acompaña al discurso tramposo dispuesto por la memoria. Por otra parte, del querer contarlo todo (siempre se cuenta todo aunque en ocasiones parezca no contarse nada), del pretender contar la vida de las cosas o de las relaciones que surgen entre ellas (quizá sea ésta también otra forma de vida en emergencia), del querer contar, en fin, las vidas de otras vidas, se llegue a desprender un fino hilo autobiográfico. Es inevitable. El artista, entre otras cosas, es muchas veces filtro que se cuenta mientras que va contando, construyéndose a sí mismo, y de esta manera, una suerte de biografía de camuflaje o una autobiografía escondida (o que se esconde) mientras se representa y también, finalmente, cuando se presenta. Admitir esta suerte de aparición, precisa de buenas dosis de sinceridad por parte del artista, y también de arrojo. No es tarea fácil, tras un esforzado ensayo de franqueza, llegar a reconocerse, como tampoco lo es presentarse así, aparentemente desarmado, admitiendo enseñar lo que se sabe que se sabe de uno, ya sea como fuere, si a través de uno mismo o a través de los otros o de lo otro o de lo que se guarda o de lo que se va dejando. Aunque llegados a este punto (atrás ha quedado definitivamente el siglo XX) uno podría dudar, no sin poco fundamento, de cualquier pretendida ingenuidad por parte del artista o del objeto de Arte. De esta manera surge un extraño juego de contrarios en donde lo que se admite como sabido de uno mismo no será otra cosa que lo que, en la medida de sus posibilidades, saben de ese uno mismo los otros y en donde cada uno avanzará como pueda en la construcción de un relato que se propuso realmente más abierto de lo que en apariencia se pretendía. Cuando Carmelo nos muestra, seleccionado y re-unido lo que de él sabe, no está con ello, en ningún caso, cerrando la puerta al discurso interpretativo, por el contrario, será a partir de aquí de donde surjan todos los otros que, siendo él mismo, no dejarán de sumarse a la construcción del edificio que se inició tras el ofrecimiento implícito en el título. Y es aquí donde se encuentra gran parte de la riqueza del juego propuesto por Carmelo y la solución y también la trampa. A nosotros, ahora intencionados cómplices, nos queda tan sólo disfrutarlo.
Eduardo López
Bilbao, Diciembre 2004 - Enero 2010