Sentado en el poyete del pajar. En el laberinto. Podía ver el brocal del pozo cerrado. Lo abría el abuelo al atardecer para sacar el agua de la mula. Agua para limpiar el carro y los aperos de labranza. Había una cuadra debajo de mi asiento para la mula con un comedero dónde mezclar la paja con un poco de cereal. Y una piedra gorda de sal. Yo le daba lametones para saber cómo sabía. Siempre igual. Sal. Para subir arriba, había que hacerlo por una escalera que, en precario, conocía el peso de mi abuelo y a regañadientes el mío. Son los secretos de las escaleras. Mi abuelo era menudillo y tenía en los ojos la gracia que le quedó del último carnaval. Era Carmelo muy guasón, muy carnavalero. Un compendio de sucesos y ocurridos dónde no se podía atisbar ni un ápice de gravedad. Bastante grave fue cuándo le quitaron sus tierras, con tanta familia, cuando "aquello". Luego se las fueron devolviendo pagando la totalidad de su precio o tan sólo las tasas. Eso fue cuándo los militares repararon en que estaba el campo yermo y las alimañas empezaban a tener comportamientos humanos y viceversa. En fin, un descalabro. Peor hubiera sido aparecer en una cuneta como sombra. Tan sólo como sombra de uno. Más seco que la mojama.
Me sentaba, digo, en el quicio del pajar que tenía sólo media puerta que no se cerraba en todo el año. Lo recuerdo bien, la puerta que no se cerraba y una madera arriba como ocasional minutero dónde colgaba el carrucho de hierro y la maroma. Por eso me ocurrió luego lo de la bicicleta. Ya llegado a Bilbao, con una cuarta parte de mis años. Por lo de la puerta, digo. El carrucho de subir la paja estaba allí, noche y día, a la intemperie. Casi como nosotros que corríamos desnudos calle arriba y calle abajo. La de la Trinidad. Al abuelo no le gustaba que revolviera la paja en busca de huevos, calientes, de gallina. Si enredas. No ponen, decía. Recuerdo que obedecía, disconforme, porque aquello era para mí cómo descubrir el mundo. Entrar vacío y salir lleno, con tantos huevos como cabían en unas manos pequeñas. Obedecía y miraba la paja tanta, para adentro. Sé que me decía, entonces, que aquella acumulación era lo más difícil de dibujar del mundo; luego he ido restando importancia a esos imposibles y ahora sé que todo dibujo comienza en un trazo. Me sentí bien cuándo vi las acumulaciones de Anthony Burgess, con su carga sarcástica-humorística de intensidad: Habitación de cajas de cerillas de propaganda, Habitación de televisores en blanco y negro, ...
Mi abuelo. Un día vino una de las vecinas que saludaban al pasar a Carmelete el herrero, la puerta de la fragua siempre abierta. Es por eso por lo que me pasó, luego, lo de la bicicleta.
- ¿Vas a ir al campo?. que quiero que me estañes el puchero. El de las lentejas. Que le tengo aprecio Carmelo, me hace mucho bien en la cocina. Total pa Enrique y pa mí!
- Para eso no tengo que dejar de ir al campo. Tráemelo. Y al día siguiente - ¿Está el puchero?
- Ahí lo tienes, hermosa, como nuevo. - ¿Cuánto te debo?. - Dos pesetas. - ¡No seas malo, Carmelo, con un duro está bien! - Pues dame lo que quieras, sorda.
Yo mientras tanto, "El que tiene un vicio o se mea en la puerta o se mea en el quicio", arriba al calor del pajar buscando huevos.
Imagen: óleo/lino, 29x22 cm 2009
3 comentarios:
Carmelo:
Bien el cuadro y bien el texto. Los dos, el texto y el cuadro. Ah, y Carmelo tu abuelo. Malditos días.
Después del invierno iré al campo a pintar. Oier será grande entonces.
Gracias,Antón,cuando a uno le sale la sensible no sabe muy bien donde ir a parar.Se que tengo gran voluntad en no saber.El campo está deseando verte¡¡Salud.
Me gusta mucho este texto Carmelo...y el cuadro me atrae mucho! Un saludo desde las Encartaciones!!!
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